Mercedes Carles Candeira, nuestra amiga melillense de Valencia, reanuda sus colaboraciones con la web de la Casa de Melilla en Madrid y nos envía, en esta ocasión, un relato corto para disfrute de los visitantes y exploradores de nuestra página.
Disfrutadlo.
Ocurrió en Londres
I
Llega la hora del té y, como casi siempre, me hallaba abstraída mirando por mis ventanales los reflejos impactantes del emblemático Big Ben. Caía la tarde y mi marido tenía guardia, una de tantas; de repente, un sonido me hace salir de mi embelesamiento; es el teléfono, lo descuelgo y reconozco el típico –hello darling– de mi cuñado Richard. Me embarga un cierto desasosiego, pues siento gran atracción por él a pesar de estar muy enamorada de mi marido.
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Le respondo con otro simple –hello–, y él, a sabiendas de la guardia de su hermano, me propone dar un paseo. Cae la tarde pero no hay bruma, hecho casi inusitado en esta capital europea; algo me dice que he de declinar la invitación, pero insiste.
–Venga, Lesly, date un respiro, siempre estás guardando ausencias y también tienes derecho a distraerte; no admito un no por respuesta, en 30 minutos paso a recogerte. Abrígate, no hace frío pero la humedad se dejará sentir en un breve espacio de tiempo y, además, me lo agradecerás. Me han regalado un cuadro sensacional de un impresionista español, ya verás cuanta luminosidad es capaz de concentrarse en un retablo de 60x50. Sí, de esos que te gustan.
No me deja responder. Oigo el clic del teléfono, me vuelvo, me miro en el espejo y decido acicalarme un poco. No quiero que piense que me arreglo para él, ya que podría hacerse falsas ilusiones. Sé que se siente atraído por mí a pesar de estar casado con una joven y preciosa mujer.
Puntual como él solo y haciendo gala de su nacionalidad británica, cuando estoy atravesando el umbral del portón me encuentro a Richard en su flamante coche.
Es todo un caballero; sale a mi encuentro, me saluda con un efusivo abrazo y abre la puerta para facilitarme el paso y que me acomode en mi asiento.
Arranca en dirección a su casa, una mansión isabelina con una preciosa entrada repleta de arriates florales, y, de repente, hace que me fije en el asiento trasero; giro la cabeza y quedo gratamente sorprendida: ¡un gran ramo de rosas blancas! –¿Son para mí?–, le pregunto; a lo que responde: –of course my darling.
No sé qué decir, he enmudecido. No esperaba algo así; le doy las gracias y guardo silencio, aunque por dentro hablo conmigo: me hago preguntas y no hallo respuestas; noto que mi temperatura empieza a subir, mis mejillas se acaloran, siento vergüenza... No quiero que me vea así.
Llegamos a la mansión. Está vacía ya que el servicio libra hoy. Me abre la puerta y, cogiéndome dulcemente de la cintura, me ayuda a atravesar una puerta que quizás en vez de abrirse debería haberse mantenido cerrada. Algo me hierve por dentro –creo que se está percatando–, intento disimular preguntándole por el cuadro; él me mira de reojo y, tranquilizándome, me introduce en el salón-pinacoteca. Es un amante del arte. Allí, al frente, está el cuadro. Es increíble, tal y como me había adelantado por teléfono posee tanta luminosidad que prácticamente es innecesario el prendido de las luces, pues todo el salón está radiante. Se acerca a mí sigilosamente, pasa su brazo por mi hombro mientras nos encaminamos a disfrutar de semejante vista. Hago esfuerzos por contener una pasión que hasta ese momento no había sentido; sigo enamorada de mi marido, me lo repito una y otra vez. Él me sigue con la mirada, no deja parte de mi cuerpo sin recorrer, en el fondo me siento halagada, y no es que eche en falta detalles por parte de mi marido, pero Richard es otra cosa.
Quedo atónita admirando el lienzo, se trata de 'El Agua', de Joaquín Sorolla. ¡Qué bonito está el mar!, ¡qué color azulado!, y esa espuma nívea de las olas rompiendo en la orilla por la que pasea una pareja, él desnudo y ella con un sutil camisón, cogidos de la mano. En ese momento noto que él coge la mía entrelazando nuestros dedos, casi no puedo respirar, acaricia con suavidad mi mentón que gira hacia él, y apasionadamente besa mis labios. Un ardor recorre mi cuerpo, mi vello se eriza, no soy dueña de mí; intento pensar en mi marido pero es imposible, la obnubilación, la pasión y el deseo, pueden más, haciéndonos sucumbir a ambos en un juego amoroso colmado de jadeos como no recuerdo otro. Me sentí tan deseada...
Pero el encuentro se vio truncado ante el imprevisto que me hizo abandonar la mansión de forma tan precipitada como confusa. Richard tuvo la precaución de acercarme a una zona transitada para tomar un taxi. Eligió la típica de 'shoppings' de Oxford Street, muy frecuentada los sábados por la tarde donde, sin duda, mi presencia pasaría totalmente inadvertida.
–Ha sido sin querer, fue un accidente –no dejaba de repetirme mientras me dirigía a casa a refugiarme en los brazos de mi marido, Joel, y de mi pequeño Jeremy–. ¿Disfrutaría de ambos por mucho tiempo? Esta pregunta martilleaba mis sienes; todo me retumbaba produciéndome una desazón a la que era incapaz de sobreponerme. Mis ojos ya no eran cuencas, sino manantiales de los que brotaban lágrimas a borbotones.
La voz del taxista me devolvió a la realidad: –¡ya hemos llegado, señora! –me espetó en un acento más galés que británico– (aprendí a distinguirlos durante mi trabajo como intérprete en la embajada alemana de la capital londinense). Abandoné el taxi y contemplé el edificio. En él me esperaban los ventanales, fieles reflejos de mis pesares.
–La Nany me ayudará con los quehaceres de Jeremy mientras espero las noticias que me lleguen de Joel, de las que tendré que hacerme totalmente la nueva –pensé.
–No sé si lo conseguiré, aunque pensándolo fríamente, puesto que está en juego mi integridad física, siempre me queda el recurso de poner en práctica las casi olvidadas clases de interpretación, a pesar de que, en esta ocasión, no se trate de un vodevil de los que tanto disfruté actuando en mi época estudiantil –continué con mis elucubraciones.
–Lo que resta del fin de semana me espanta. El pánico se apoderaba de mí mientras esperaba acontecimientos: –los accidentes caseros están a la orden del día y Richard es un hombre creativo, además de convincente, por lo que confío en que la coartada ideada sea acertada y no induzca a duda alguna –concluí.
II
Es lunes por la mañana. Tañen las campanas de la Catedral de Westminster. Tocan a muerto a la espera del cortejo fúnebre que acompaña a la familia de Patrice Lemoine, en la intimidad conocida como Patty, de origen francés y joven esposa de Richard Clapton, hombre de finanzas de la 'jet set' londinense que "falleció en la mansión familiar en un accidente casual doméstico, tras sufrir un traspiés el pasado sábado", según consta en los autos recogidos por el Inspector de Scotland Yard, Murphy Howard.
Encabezaba la comitiva un carruaje negro tirado por seis corceles blancos, cumpliendo así el deseo que, por la gran afición al deporte hípico en el que compitió como experta amazona años atrás, Patty había expresado en más de una ocasión; claro que, siempre refiriéndolo para que cuando llegara como poco a octogenaria la condujeran a su última morada. Richard no dudó en complacer a su esposa, algo que, al ser mayor que ella, había tenido la precaución de dejar previsto, aunque lamentaba profundamente tener que hacerlo y presenciarlo por sí mismo. No salía del estupor en el que se hallaba sumido. Era tan lamentable lo sucedido...
El oficio del sepelio corrió a cargo del Arzobispo Murray, amigo personal de ambas familias, que dirigió, muy compungido, unas palabras al cuerpo de aquella joven a la que aún recordada vestida de novia cuando tuvo el placer de unirla en matrimonio unos meses atrás; y, como no, también a los padres y hermanas, que la habían despedido la mañana del sábado en el aeropuerto de Orly, cuando nada hacía presagiar que no volverían a verla, ya que, pletórica, de nuevo iba a reencontrarse con el hombre de su vida.
El llamativo y peculiar colorido del exterior de la Catedral de estilo Bizantino, contrastaba con el del riguroso luto que vestían los amigos dolientes: los caballeros con traje de ceremonia de rancio abolengo británico, y las damas con sus típicos tocados cubriéndoles parte del rostro a modo de duelo.
Terminado el rito funerario, el cortejo desfiló en silencio en busca de los automóviles que, conducidos por sus choferes, les trasladarían al camposanto a dar cristiana sepultura a Patty en el panteón familiar de los Clapton. De repente, una bandada de cuervos sobrevoló el cielo como si intentara acompañar a la comitiva. Lesly, que estaba acomodada en el asiento trasero de su 'limousine' junto a su esposo Joel, dio un respingo, asustada por los graznidos. Tenía la mente en otro lugar, todavía recordaba el momento en el que, yaciendo en el lecho conyugal con Richard, oyeron la vivaracha voz de Patty diciendo: –Richard, cariño, he vuelto antes de lo previsto, tengo algo magnífico que contarte, ¿dónde estás?
Ambos quedaron perplejos al oír la inesperada voz de Patty. Después de un fuerte altercado, Lesly abandonó la mansión, no sin antes escuchar atentamente las directrices que Richard le había indicado al respecto. –Ante todo -le había dicho-, no conviene que en unos días mantengamos contacto alguno por ninguna vía. Procura relajarte, tómate algún ansiolítico, cuéntale a mi hermano que has estado de visita en casa de alguna amiga con la que no tenga mucha relación, ya sabes..., esa compañera tuya del colegio alemán que está un poco delicada, con la que Joel no tiene demasiado 'feeling'.
Lesly respiraba entrecortada. El cortejo se iba adentrando en el camposanto; deseaba que todo hubiera terminado, quería descansar; el recelo a que alguien sospechara algo la tenía atemorizada, llevaba dos días sin conseguir conciliar el sueño. Su marido, un psiquiatra londinense, le había administrado unos tranquilizantes de la familia de las benzodiacepinas, suaves pero eficaces.
La despedida fue dolorosa, sobre todo para la madre de Patty; estaba deshecha, era un mar de lágrimas, no conseguía sobreponerse a la tragedia que le había arrebatado a su hija pequeña.
Una vez inhumado el cadáver, los amigos y familiares mostraron, uno a uno, su profundo pesar al séquito formado por el esposo, los padres y las hermanas de la fallecida. Cuando le llegó el turno a Lesly, ésta abrazó suavemente a su cuñado y depositó un dulce beso en su mejilla. Él, con su flema británica se mostró imperturbable hasta que, de repente, al alzar la vista, se cruzó con la escudriñadora mirada del Inspector Murphy Howard que se apoyaba lánguidamente en un ciprés no muy lejano al panteón familiar, ojo avizor a cuanto acontecía. Le pilló por sorpresa, y en ese momento notó que sus piernas flojeaban hasta casi hacerle perder el equilibrio. Howard se percató del cambio de semblante de Richard Clapton y se dijo a sí mismo: – te tengo, las pruebas de la autopsia son concluyentes, no mienten...